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Riqueza vs. Bienestar El deseo colectivo de riqueza

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Por Eddy Paulino

En la imaginación colectiva, la riqueza se presenta como el ideal supremo. Desde temprana edad, la sociedad nos impulsa (de forma explícita o implícita) a desear ser ricos: tener más, vivir con lujos, evitar carencias, alcanzar el “éxito” que tantas veces se representa con símbolos materiales. No se trata de una aspiración individual aislada, sino de un deseo profundamente arraigado en el imaginario social.

Este anhelo no surge únicamente de la codicia, sino también de la percepción de que la riqueza es la llave que abre todas las puertas: tranquilidad, respeto, comodidad, poder, libertad. 

En una cultura donde la pobreza se asocia con fracaso y exclusión, aspirar a la riqueza parece casi una obligación para quien quiera sentirse válido o aceptado. Sin embargo, esta visión distorsionada ha llevado a que muchas personas, aun habiendo alcanzado niveles elevados de prosperidad económica, vivan en una profunda infelicidad.

Más allá de las apariencias y de la confusión que genera la equiparación entre riqueza material y bienestar, existe una realidad silenciosa pero profundamente dolorosa: la indiferencia que enfrenta la gente noble y sencilla en una sociedad que ha aprendido a valorar más el oro que el carácter.

En este modelo de pensamiento donde el “tener” vale más que el “ser”, las personas íntegras, bondadosas, trabajadoras, humildes y solidarias muchas veces pasan desapercibidas; son miradas de reojo, ignoradas o incluso subestimadas, simplemente porque no están rodeadas de lujos o poder económico.

Confundir la riqueza con el bienestar es un error tan grave como confundir el valor de las cosas con su precio. Hay bienes que no se compran: la salud, el tiempo, el respeto, la paz interior; atribuirles un valor monetario sería restarles su esencia.

Objetos creados inicialmente para satisfacer necesidades básicas han evolucionado hacia símbolos de estatus y lujo; sin embargo, si despojamos a esos objetos de sus etiquetas de precio y de las connotaciones sociales que les hemos adherido: un reloj, en su esencia, es un instrumento para medir el tiempo; un automóvil es un medio de transporte; la ropa, una protección contra los elementos ambientales. Cuando nos enfocamos en esta función primordial, la diferencia entre el objeto "básico" y el "lujoso" se reduce significativamente en términos de su capacidad para cumplir esa función.

Si lográramos identificar que, un reloj de miles de dólares no te regala más tiempo para disfrutar; un auto de lujo no intensifica la belleza de un paisaje que recorres; una prenda de diseñador no profundiza una conversación interesante, sería fácil desmontar la confusión.

Podríamos decir que la satisfacción genuina y duradera proviene de la conexión humana, del aprendizaje, del crecimiento personal, de la contribución a la comunidad, y de la apreciación del mundo que nos rodea. Estos elementos esenciales del bienestar no tienen una etiqueta de precio elevada y a menudo son accesibles a todos.

La teoría del modelo superficial revela una sociedad que prioriza la posesión sobre la contribución, relegando a un segundo plano la sabiduría, la solidaridad y la nobleza de corazón; de este modo, se privilegia una noción de éxito efímera y superficial, en detrimento de valores más profundos y significativos, como la autenticidad y la conexión humana.

Esta teoría revela una paradoja: al priorizar la imagen superficial sobre la identidad auténtica, se genera un vacío existencial, ya que la búsqueda de la felicidad se desvía hacia la opulencia en lugar de nutrirse de la integridad y el servicio, valores que verdaderamente alimentan el alma.

La búsqueda incesante de lujos, impulsada por la comparación social y la necesidad de validación externa, puede incluso generar insatisfacción y ansiedad. La constante aspiración a "más" nos impide apreciar lo que ya tenemos y nos distrae de las fuentes de alegría más profundas.

Asombrosamente, son vanagloriados quienes más tienen, no necesariamente quienes más valen. La abundancia de posesiones se celebra, mientras que los valores como la honestidad, la empatía o el servicio desinteresado apenas reciben reconocimiento; este fenómeno refleja una distorsión profunda de nuestras referencias colectivas: admiramos lo que brilla por fuera, aunque esté vacío por dentro.

Desear vivir mejor es legítimo. Pero convertir la riqueza material en el único destino deseable para todos, sin revisar las consecuencias ni los límites reales de esa expectativa, puede llevarnos a una profunda frustración social y a una desconexión de los valores que sostienen una vida verdaderamente digna.

No se trata de estigmatizar la riqueza ni de romantizar la pobreza, sino de reconocer que la auténtica riqueza existencial trasciende las dimensiones materiales. La distinción crucial radica en no circunscribir la vida a la mera acumulación de bienes, sino en cultivar una comprensión más profunda de propósito, conexión, la madurez con la que gestionamos nuestros recursos y en la conciencia de que el bienestar es una construcción holística que desborda ampliamente la esfera monetaria.

La riqueza es una herramienta neutral, cuyo valor radica en cómo se adquiere, utiliza y prioriza en nuestra vida. Mientras que algunos la emplean para generar impacto positivo y contribuir al bienestar colectivo, otros pueden perder el sentido de propósito y la conexión humana en medio de la abundancia.


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